viernes, febrero 13, 2009

Día 559, jueves

El otro día, en la fiesta de tu amiga, aquella chica gringa y tan guapa te miró sonriendo mientras cogía de la base la torta de zanahoria que con tanto esmero le había preparado a la dueña del santo y, con un español impecable, dijo a bocajarro que tu voz, esa misma voz que a mí me hubiera sacado de quicio hace unos pocos años, la podría reconocer entre una multitud de personas, a kilómetros de distancia, perdida en la Cordillera Blanca de los Andes o navegando en medio del río Amazonas. Tu voz. La primera vez que la escuché yo estaba con la oreja pegada en el auricular del teléfono. El sonido de tus cuerdas vocales jugó 100% a favor tuyo. Me pareció perfectamente estar hablando con alguien de mi edad. Por supuesto, el hecho de que me hablaras con tanta soltura y con tanta buena honda tuvo también mucho que ver. Robarte una entrevista era tan fácil como quitarle un dulce a un niño. Luego imaginé tu departamento vacío, con un montón de cuadros a medio pintar regados en el piso y un equipo de música sonando todo el tiempo. De hecho, supuse que te verías como una chica acabadita de salir de Bellas Artes, con muchos vicios y menos ganas de que llegue la cena. Te encontré, en cambio, pegada a la computadora y llevando una vida sedentaria. A la silla donde me senté aquella vez volví muchos meses más tarde. Mi promesa de llevar un vino a tu casa, con claras intensiones de quedarme con algo, la cumplí durante el verano. En ése tiempo ya estabas complicada. En ése tiempo conocí tu cuarto. En ése tiempo me di conque te gustaban las películas de los X-Men. A veces me contabas cómo habías perdido a tu novio y los detalles al respecto me los solías dar con metáforas. La leyenda alrededor de ti te sentó perfecta. Tenías un miedo atroz a quedarte sola. Si hacía alguna estupidez, no dudabas en pegarme. Pasábamos demasiado tiempo en tu cuarto. La televisión siempre estaba apagada.